Crónica Urbana

Cuento – La Chipoteada

Por: Osvaldo Mendoza

Ellos me la mataron… Le dispararon en el pecho… se la llevaron de mi vida. Me la arrebataron de las manos… Ellos fueron…” A lo lejos, se oye el mar…

Fue por el hambre de una sabandija, por el pensamiento torcido de una maldita rata de alcantarilla, de esas que despojan a la gente de sus pertenencias todos los días. Fue por hambre y la maldad que eso pasó. Fue una tragedia. Por eso sucedió lo que vieron los ojos de Darío. Esa noche, los gritos de la escena se fueron elevando como algo que se apila. Los gritos se hicieron pilas de ladrillos en un muro altísimo que se derrumbó.

—¡Ya te di todo, compa, no me hagas daño, ¡tengo familia!– le imploraba Darío al asaltante.
—¡Que también el reloj, hijo de tu puta madreeeee!

El ratero se desesperó por el hambre de quitarle algo más a Darío. La sabandija le apuntaba con el arma a la cara, por eso Darío no podía quitarse el reloj. Era una danza macabra de dos sombras en la cabina de aquel cajero automático. La hija de Darío, la niña de once años que esperaba en el coche, salió del auto a defender a su papá y la otra sabandija que esperaba en una moto, le tronó el pecho de un balazo. Por eso Darío piensa cada noche en los borbotones de sangre que salían de la niña, piensa todos los días en las pupilas de la niña que se apagan cuando enciende la luz de la alcoba. Piensa en el aspecto de los asesinos, en sus narices aguileñas, las peladuras que les dejó la droga y en sus tatuajes mal hechos. Recordar la piel sin el color de su niña, le provoca a Darío lágrimas gruesas que invaden sus ojos. Darío piensa en una alegría que ya no habita, en una esencia que solo existe en la mirada de cada ser humano. Ya no está Nayeli. Nayeli es una flor que se arrancó de la tierra antes de tiempo.

Después de seis meses de lo sucedido, Darío puede disimular ante la gente el dolor que lo aqueja, pero, no puede contener las lágrimas cuando maneja todos los días al trabajo. Ya han pasado seis meses, y los edificios a la distancia, siguen siendo máscaras torcidas; muecas insólitas y duras que se elevan en el horizonte al cruzar la ciudad.

Darío lleva seis meses rastreando por su cuenta a los maleantes.

“No hay justicia mi niña, solo la que hace uno. Nomás dame fuerzas, princesa, échame la bendición desde donde estás, yo te voy a hacer justicia.” se dice a sí mismo Darío cada mañana al levantarse y cuando sale a continuar con el proceso de encontrarlos.
Darío vendió la cremería y el terreno que le dejó su padre. La mujer de Darío, vendió su camioneta y una noche le dio el dinero a su esposo junto con todas sus alhajas.
“Encuéntralos y mátalos, Darío. Si te pasa algo, yo también me voy con ustedes”

Darío le regresó a su mujer la sortija de compromiso. Nunca hicieron la boda, querían primero sacar adelante a Araceli que se les chispoteó cuando eran novios. Así le decían de cariño, “la chispoteada” y los dos le chingaban diario duro para vivir como la gente. Pero pasó lo que pasó.
Una imagen de la cámara de seguridad del cajero, le dio a Darío las placas de la motocicleta de los asaltantes que era robada. Reportó esa motocicleta y, a los tres meses, se halló en un corralón del Estado de México. Por dos mil pesos, el encargado del corralón le dio a Darío los datos, notas y detalles de la entrega y, por otros mil doscientos, le entregó los videos del día en que llegó una persona a preguntar por esa moto. El rostro de quien preguntó por la moto, aparece en el video, y ese alguien resultó ser un chaval que, al igual que Darío, también vive Tlalnepantla.

Es un 23 de agosto de 2012, Darío viene de torturar al chaval que preguntó por la moto. Darío viene manejado rumbo a Colima. El chaval no libró la tortura, se desangró rápido, pero cantó todo lo que debía de cantar. Dijo santo y seña, cruz y camino. Por eso Darío salió con rumbo a Colima, México.
Sobre el asiento de su camioneta, vienen los papeles de la investigación de ese chaval, también vienen los papeles de los asaltantes que asesinaron a su hija. Por doce mil pesos, un judicial le entregó a Darío los documentos que contienen actas de antecedentes penales, las fotografías de los homicidas, datos sobre el fichaje, y una declaración de los nexos que tenían con dos judiciales de Tlalnepantla. En una libreta de pasta dura está el número telefónico de uno de ellos, Darío observa que, en el WhatsApp de la sabandija, aparece que se conecta regularmente.

Antes de que muriese el chaval, confesó que los dos maleantes huyeron a Pascuales, Colima, cuando supieron que alguien los buscaba por todo Tlalnepantla. El chaval mencionó “La aldea Bruja” de Pascuales, Colima; donde el atardecer es maravilloso, pero cuando amaneció el 24 de agosto, estaba nublado por las lluvias.
Darío se metió al baño de palapas y venas cuando miró a los asaltantes en una mesa, comiendo del restaurante, platillos de lujo de los que él y su familia se privaron por muchos años. Los vio y se le hizo un nudo en el estómago. Darío se agarró de las venas de palma para llorar. Miraba por los agujeros de la enramada a los tipos saboreando la mañana.

Darío recordó a su esposa dando pecho a su hija, recordó las hambres que pasaron de novios, las preocupaciones cuando ella venía en camino. Recordó las palabras de su padre cuando le decía: “Un hijo te hace más fuerte, Darío, conoce tu sangre, mi hijo, haz el bien.” “Vende ese terreno cuando la vida se tuerza, hijo, eso es tuyo. Cuando yo no esté en esta vida, espero te saque de un apuro un día”
¿Qué más pasó por la mente de Darío esa mañana? ¿Las alegrías cuando abrieron su negocio? ¿Cuándo llevaba a Araceli a la escuela?

Darío le marcó a su esposa llorando.
“Aquí los tengo en frente, Fernanda, los encontré”
Del otro lado del teléfono solo se escuchaba una mujer llorando. A lo lejos se oye el mar.
“Ellos me la mataron… Le dispararon en el pecho… se la llevaron de mi vida. Me la arrebataron de las manos… Ellos fueron…” “A lo lejos, se oye el mar.”
Todo eso decía Darío cuando les acicató 49 balas de cuerno de chivo en la cabeza y cuerpo de los que le desprendieron la vida a su Chispoteada. Quedaron hechos pedazos y por andar lejos de su tierra, nadie los reclamó.

Hay muchísima sangre en la arena. A lo lejos, se oye el mar.

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Cuento - La Chipoteada
Fotografía: Juan Franco

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