– ¿Licenciatura en restauraqué?- Me preguntó la mamá de una amiga, con cara que fácil podría ser de espanto.
– Licenciatura en Restauración de Bienes Muebles- Contesté, confieso que con algo de condescendencia.
– Aaaah, entonces arreglas muebles viejos- Aseguró aliviada.
La conversación me recordó a otra que tuve hace muchos años, cuando apenas era estudiante y llegué a vivir a una casa de asistencia de la colonia El Sol, en Querétaro. Platicando con la dueña de la casa, me preguntó que qué iba a estudiar; le contesté que restauración y ella, entusiasmada, me preguntó que en dónde pondría mi restaurante, en Colima o en Querétaro. Todo esto suena muy cómico y lo es. El problema surge cuando ni instituciones ni particulares entienden bien a bien de qué va lo que hago.
Pues no, no arreglo muebles viejos como tal. Dentro de un inmueble, es decir, de un edificio, casa, construcción en general, puede haber objetos, todos ellos susceptibles a cambiarse de lugar –de ahí el término ‘mueble’- que pueden ser considerados dignos de preservarse a lo largo del tiempo. Mi tarea es, precisamente, lograr que eso suceda.
La conservación y la restauración de los bienes culturales muebles, implica el conocimiento de los sistemas que se emplean en la elaboración, construcción o ensamblaje de los objetos, así como de técnicas pictóricas, de impresión, estampado o policromado. También es indispensable tener un amplio conocimiento científico que permita la identificación de materiales, sus vulnerabilidades ante el medio ambiente y sus procesos de envejecimiento, además de los métodos de restauración y conservación que pueden emplearse en cada pieza.
En la práctica, quienes hacemos restauración, somos una especie de médicos internistas y cirujanos plásticos, pero de objetos artísticos y culturales. Primero indagamos sobre la pieza, le hacemos una historia clínica en la que averiguamos de dónde viene, en dónde ha estado y en dónde estará. Vamos identificando sus patologías, alteraciones y defectos, y entonces hacemos un cruce entre las causas y los deterioros que presenta; también tomamos muestras (así como las que nos piden de sangre y de orina) y las llevamos al laboratorio, todo eso para saber cómo anda el paciente y qué es lo que requiere. Una vez concluido el diagnóstico, diseñamos un tratamiento: a veces hay que desintoxicar y liberar a la pieza de polvo, popó de insectos, aves y murciélagos o eliminar agentes oxidantes -como grapas o clavos-; otras hay que recetar una buena dosis de ‘desparasitante’ para eliminar hongos e insectos; a veces hay que poner ‘prótesis’, que acá se llaman injertos, reentelados y hasta remplazo de piezas secundarias.
Ya que ‘curamos’ las enfermedades, entonces sí nos ponemos el uniforme de cirujanas y cirujanos plásticos y le quitamos las arruguitas, le resanamos los hoyitos, le regeneramos el barniz –no se lo eliminamos-, le ponemos colorcito donde le haga falta y le aplicamos su ‘protector solar’. Después le decimos a quien se encarga de custodiar al paciente, que por favor cuide que no le dé el sol, que lo mantenga lejos de las goteras o escurrimientos de agua, le enseñamos técnicas de limpieza, le explicamos porqué enfermó y qué hay que hacer para evitar una recaída. Vemos su felicidad y sentimos la satisfacción de haber contribuido a la preservación de un objeto valioso para un individuo o para una comunidad.
Hay otras cosas que se piensa que hacemos, es falos; son mitos que dañan nuestro ejercicio profesional; por ejemplo, jamás repintamos. Nuestra tarea es corregir alteraciones causadas por el tiempo o el mal manejo de las piezas, pero jamás invadimos lo que permanece en buen estado y, mucho menos, tratamos de corregir al o a la artista. Jamás hacemos algo que no sea estrictamente necesario; nuestro trabajo tiene que ser mesurado y se acota a las áreas que están afectadas, nada más; y lo más importante: nuestro objetivo nunca será dejar las cosas como nuevas; así como en las cirugías plásticas jamás se deja a una persona de sesenta años con una apariencia de quince, tampoco en la restauración se debe dejar una pieza como si la hubieran hecho ayer. Los objetos adquieren un valor histórico y estético a lo largo del tiempo; es esa huella, llamada pátina, la que los vuelve valiosos y por ello hay que conservarla.
Por último, habría que señalar que para hacer conservación y restauración, se requieren estudios universitarios. Existen en México más de cinco universidades y escuelas –como la Universidad Autónoma de Querétaro, el ENCRyM en la Ciudad de México; la ECRO en Guadalajara, entre otras) que ofrecen la Licenciatura en Restauración de Bienes Muebles. Nuestra formación a lo largo de varios años, nos acredita técnica y científicamente para intervenir el patrimonio cultural. Un artista, alguien que pinta, esculpe, hace gráfica, tiene una formación distinta a la nuestra, encaminada a la creación y al empleo de técnicas artísticas, no de conservación y, muchas veces, lejos de contribuir a la conservación de nuestro patrimonio, cometen graves errores que lo perjudican sobremanera, como es el caso de varios murales que hay en el estado, de los cuales hablaremos en otra ocasión. Así sea.