Opinión

Escribanías – La lectura de la ciencia

Por: Rubén Carrillo Ruiz

Una lectura es encuentro renovado. 

Eso supone una explicación, un aprendizaje del otro. No como Oscar Wilde estipuló: dar a conocer un libro siempre se bambolea entre el panegírico y el denuesto. 

Descubrir un nuevo libro es apasionante. 

Pero releer uno que se conoce —y, en consecuencia, que gustó— es una experiencia vital.

Es mi caso.

Por la buena fortuna, revisar un libro es leerlo nuevamente. 

Eso significa que nos merecemos siempre los libros que descubrimos. 

Y no es necesario a veces esperar mucho tiempo para ser el lector de un libro que nos trastornará.

El paisaje de la ciencia, de Alberto Chimal, recrea un concepto integral de la cultura.

Podría decirse que la divulgación no escapa al concepto de que es literatura bajo presión.

Chimal toma el bisturí de la ciencia, de las ideas tecnológicas que otorgan derrotero a los avances y las coloca en la cotidianeidad. 

Las explica.

Las desmenuza y quita la cobija díscola al entendimiento.

Ahí radica, creo, uno de sus múltiples aciertos.

Quizá no esté lejana de su propósito la idea de una cocina de la ciencia.

Vislumbro a Carlos Chimal: describe los ingredientes del pensamiento, sus sabores, sus sinsabores. 

Su hervor en la historia.  Su cocción. 

Interesa, invita. Sirve la mesa.

Invita a los comensales.

Sin mayores formalismos.

Y esta disposición no cae en el facilismo. 

Al contrario.

El libro está escrito desde el rigor no exento de humor, quizá la prenda máxima de la inteligencia.

Por eso los aciertos son múltiples.

Él mismo explica los fines del libro: “Este volumen desea convertirse en una ventana para admirar el paisaje poblado de ideas. Una ventana que nos invita a contemplar el diálogo entre el arte y la ciencia, entre la poesía y la invención tecnológica, y a reflexionar sobre él.”

La prosa literaria (un acierto superior) de los artículos que acercan ideas científicas es un convite para no perder la capacidad de asombro ante el avance rutilante de la tecnología, ante la globalización, que opaca, muchas veces, el diálogo fértil.

Un concepto de cultura que soslaye la ciencia está incompleto.

No hay que tener conflicto con los formatos de la lectura.

Hay que acercarla en todas las dimensiones con un distintivo: la pasión.

La pasión contamina.

Ya Cervantes lo dijo hace 400 años: hay que leer hasta en las hojas volanderas.

Y El Manco de Lepanto sabía de ciencia, de gastronomía, de brebajes. 

E indudablemente de novelas de caballerías.

Para mí, el libro de Carlos Chimal es una chamanería, una alquimia del conocimiento.

Y eso no desvirtúa su sentido.

Al contrario.

Cuando el mundo vive una prisa programada, con dosis de velocidad en banda ancha, leer a Chimal se arrima a lo que Randy Sparkman, un tecnólogo gringo especialista en las consecuencias culturales de los medios y las máquinas, considera una serie de habilidades que permitirán la viabilidad a las personas: leer textos y comprenderlos; discernir y elegir lo que tiene valor entre la multitud de estímulos que ofrece la realidad; pensar independientemente, resolver problemas y generar ideas; expresar esas ideas de forma clara y simple; la conciencia del contexto en que se desarrolla la vida personal; la identificación de las causas que genera el cambio y la percepción de que no todas las cosas de nuestra vida están sometidas a transformaciones de igual velocidad. 

Un texto se comenta en la medida que se lee. 

A partir de lo que pasa en torno nuestro y el mundo: la visita de un amigo, una noticia, la pregunta de un niño, la presencia de un animal, un cambio en el jardín, todo eso entra en la obra y desempeña un papel determinante. 

Muestra hasta qué punto la lectura es la única actividad simultánea y verdaderamente interactiva. 

En la actualidad se afirma que las computadoras proponen esta acción. 

Cuando se utiliza la tecnología se comunica lo programado, aparentemente.

Pero la lectura es completamente libre. 

Hay, en el acto de leer, una anarquía total y salvadora. 

Cada lectura vale porque estamos vivos y no olvidamos nuestro entorno. 

No hay normas para leer. 

No existe una buena o mala manera. 

Cada lector sabe cuál es “su” mejor forma. 

El libro de Chimal, decía, tiene acierto múltiple. 

Es volumen central y de orillas.

Los márgenes de los libros delimitan la personalidad del lector. 

Son los lugares de conversación. 

Por sus márgenes dialogamos. 

Aunque, más tarde, seamos incapaces de releernos o de reconocernos en los mismos. 

Nunca permanece el rastro de esta conversación, de este diálogo silencioso con el libro leído. 

No se dialoga únicamente con el escritor sino también con todos los lectores que tuvieron el libro entre las manos. 

Al leer un libro tengo siempre el sentimiento que algo va a decirse, una cosa que no puede ser traducida en las palabras empleadas. 

Lo que se dice en un libro es comentado por el propio libro y puede escapársenos. 

He aquí la única explicación válida que se puede dar en ese momento mágico donde manchas de tinta sobre una página, repentinamente, nos transforman.

Un libro es la posibilidad de algo. 

Abre la posibilidad de convertirse en algo ante los ojos, el cerebro o los sentimientos de su lector. 

Leer no es una actividad tan fácil como un juego de video u observar la televisión. Leer requiere el ejercicio del pensamiento, la voluntad de ir más allá de las apariciones, de entrar cada vez más profundamente en el texto, de ir más allá de lo que parece decirse sobre la superficie de la página… Todo eso representa un esfuerzo real. Ahora bien, nuestro tiempo no cree ya en la felicidad de la dificultad: queremos que todo sea más rápido y fácil. Pero es preferible, en efecto, aceptar la apertura. Buen apetito científico. 

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