Jugando baraja a orillas de un río unos primos salieron mal. Se habían elevado las apuestas hasta que la ambición les tentó a poner toda la paga de una venta de ganado que acababan de hacer. Con tragos de mezcal y apoderados en esos trotes un mal perdedor inició una discusión que termino en balazos. En las arenas de río quedaron tirados los cuerpos de Javier, Donaldo y Luis, dos hermanos y un primo, asesinados por otro que se llamaba Juan. El único testigo fue Fidel, el menor, quien huyó de la escena mientras Juan cargaba su pistola para apagarle la vida.
Las barrancas por donde el río se abría paso se tragaba el nutrido ruido de los disparos que levantaban hilos de agua al pegar en la superficie. Juan Madrigal disparaba a matar, pero las balas no pudieron darle al niño Fidel Rivas que se zambullía y se alejaba de su asesino a toda prisa.
Fidel llegó exhausto a la orilla y se echó entre la maleza a recuperar la respiración. Tirado boca arriba, la vista de los grandes árboles en aquellos parajes solitarios se le hacía borrosa. Se incorporó y continuó su huida agachado, espiando en silencio el agua y la orilla. No divisaba nada entre las matas hasta que escuchó el relinchido del caballo que se abría paso por en medio del río, se levantó solo para mirar a Juan Madrigal dirigiendo al potro que ya iba con el agua hasta el cuello, mientras con el brazo alzado alejaba del agua una escopeta de dos cañones. Fidel despegó la carrera delatando su posición, al ir corriendo un escopetazo desbarató la rama de un árbol a centímetros de su rostro, pero no le pasó nada, solo aceleró increíblemente.
Corrió por los senderos y veredas hasta verse agotado y perdido. El niño Fidel se escondió en el hueco de un árbol del cerro que le dicen árbol de coral. Bajo aquel árbol rezó sus plegarias. Tenía 14 años y se sentía contando los minutos de su amarga muerte. Estaba elevado en plegarias cuando escuchó pasos en la hojarasca que se le acercaban por la espalda, entonces comenzó comenzó a llorar.
–No te asustes niño.– Dijo la voz de un hombre extraño.
Fidel se sorprendió pero no dijo nada, mucho menos volteó.
–¿Quién te persigue?- Insistió la voz.
— Un primo… Juan… se acaba de cargar a mis hermanos… y a otro pariente. Me quiere matar…
— No te asustes niño. Yo no vine a hacerte mal.
–¡Ayúdame por favor!
— A eso vine, niño, a ayudarte. Pero también me vas a ayudar a mi.
–¿Que quiere que haga, señor?
–Abajo de este árbol hay unos huesos enterrados. Quiero que los saques y los entierres en los jardines de alguna iglesia.
— Yo lo hago señor. Le juro que si lo voy a hacer. Sálvame.
Fidel escuchó una carcajada macabra que se desvaneció como un eco en medio de aquel olvidado paraje. Salió de su escondite pero no vio a nadie. Al cabo de media hora de permanecer en aquel árbol, Fidel salió al camino y a pocos metros se encontró con el cuerpo sin vida de Juan Madrigal, que yacía arrastrado y embarrado en un grueso charco de sangre, su cadáver se miraba negruzco y viscoso por la tierra del camino. Al parecer alguien le había desbaratado el estómago con un machete o navaja. La escena era espantosa y la sensaciones en el estómago de Fidel eran horribles como el vómito que le produjo el dicho acontecimiento.
Las campanas tibias del templo de Las Conchas, Ixtlahuacán, Colima, anunciaban misa de cuerpo presente. Ante el altar yacían postrados cuatro cajones que contenían los cuerpos de los primos. Tanta era la tristeza de los familiares que ignoraron la apresurada excavación que hacía Fidel detrás del templo, donde enterró un costal con restos humanos sustraídos de aquel viejo árbol en el cerro.
Fidel no fue al panteón ese día, se quedó asombrado mirando cómo salía lumbre y humo del costal que había recién enterrado en los jardines de la iglesia.
Pasó el tiempo y el día que Fidel se casó, regresó a visitar aquel árbol y le cortó una rama para labrar una fina cruz. Ahí platicó de nuevo con aquel fantasma. Con ese amuleto creció y vivió feliz. Un día ya viejo, le iban a operar las piedras en los riñones, le pidió a su nieto que le llevara la cruz para rezar. A los dos días lo dieron de alta por una recuperación inexplicable. Pasaron diez años más y enfermó por la edad, en su lecho de muerte pidió que rezaran a un tal Fermín. Pero sus parientes nunca supieron quien era. Fidel murió de noche, dormido, y su alma se fue al cielo despacio, como la tranquilidad del río cuando lleva mucha agua, con el mismo silencio que tiene el viento cuando mueve los árboles por la tarde.