Martín Nazario cuidó un largo tiempo la antigua entrada al camino de San Antonio, justo por donde dicen que se aparece el diablo. La famosa puerta de San Antonio, eran dos pilotes de cantera, desvencijados, donde iniciaba un camino lodoso que cruza un potrero boscoso y solitario, más allá de Comala y Suchitlán. Martín solía habitar las lúgubres ruinas de la antigua garita de los españoles, un nostálgico edificio perdido entre las barrancas, fue en ese lugar donde improvisó su jacal y donde se tenía conocimiento de sus actividades. Los arrieros solían llegar por la tarde a esos parajes, con rumbo a Jalisco y sus pueblos, pero casi ninguno pasaba de noche, pues era un tramo largo y peligroso, sobre todo por los bandidos que habitaban, y por otro lado, por las leyendas de misterio que se contaban, con tantos peligros decidían acampar en la garita, bajo la sombra fría de los volcanes.
Cuando sucedía que un arriero quedaba varado entre la noche y el camino, Martín salía a acompañarles para vadear juntos los peligros, sobre todo cuando era un cargamento de emergencia como medicinas o noticias urgentes. La compañía en la travesía, solía costarle al arriero algún cargo extra, mismo que otorgaban si problemas. Muchas veces, Martín pedía víveres en vez de dinero, otras veces, cuando se complicaba demasiado el camino por cuestión de los bandidos, encargaba municiones y armas.
En varias ocasiones, al estar viajando de noche por esos rumbos, se escuchaban gritos lejanos en la oscuridad, maullidos espantosos y riñas de animales raros; decía Martín a los arrieros que en esa área habitaban ánimas y espantos, pero que se alejaban de los caminos, -solo pasan de largo sin hacer más- decía.
Martín no se inmutaba por los fantasmas -a mí, me ponen nervioso los vivos- comentaba a sus acompañantes, mientras que los arrieros temblaban de miedo. Si tienes oportunidad de visitar esos lugares, notarás que las noches son claras, hay mucha luz que delata los movimientos extraños, pero hay que saber leerlos, y distinguir la maldad de lo que ya no está viviendo; por esa razón, Martín Nazario caminaba sereno, siguiendo los ritmos de la noche y leyendo bien el comportamiento de Delfina, una bravísima perra que siempre lo acompañaba. Defina llegó a su vida en una ocasión que cuidaba la caravana de un político, iban a cruzar de incógnito el paso de Suchitlán y fueron atacados, en el asalto murió varia gente que dejó sus posesiones a merced de los acompañantes, Martín se llevó una perra parida que amamantaba a seis crías, como la mamá salió herida y murió a los días, solo le sobrevivió Delfina, la perrita más chica de la camada.
Si sabes de perros, te habrás dado cuenta que hacerlos que vivan en la naturaleza les despierta sensaciones e instintos muy especiales, sobre todo a la hora de cuidar y detectar el mal. Martín Nazario, debía gran parte de su fama de zapador y custodio a su perra Delfina, quien podía distinguir un fantasma de una persona armada asechando en la oscuridad. La había entrenado para no ladrar en situaciones de espionaje, simplemente al percibir el riesgo se deslizaba a hurtadillas a morder levemente la correa del rifle cuando algo andaba mal, cuando el asunto de fantasmas era muy fuerte, se quedaba echada esperando a que se disipara lo que habitaba entre la maleza, de este modo, no emitía alertas que delataran posiciones ni pusieran nerviosos a los viajeros.
Delfina seguía venados, mataba culebras, y en algunas ocasiones le indicaba a Martín la posición de tumbas de tiro y diversos objetos de valor. Martín aprendió a leer sus gestos y sus ladridos, quizá se puede decir que todas las personas podemos hacer eso, solo es cuestión de observar. Aunque Martín comprendía muchos modales de Delfina, siempre le intrigó el hecho de que le ladrara al agua de un arroyo que pasaba a un costado de la garita, creía que le ladraba a los peces que ahí habitaban, pero en otros ríos llenos de peces que acostumbraban visitar, la perra no hacía eso, nunca supo en realidad porqué tenía que ser justo antes del anochecer o muy temprano por la mañana, algo sin duda le inquietaba de ese arroyo a Delfina. Alguna vez que Martín preguntó a un arriero por el riachuelo, le dijeron que estaba maldito, que hacía mucho tiempo degollaron a varios niños en un ritual de los indios y que suponía ser un lugar embrujado. La unión de un perro y un hombre es milenaria, es una amistad pura, versada entre la necesidad y la vulnerabilidad que se padece cuando se vive en soledad, en un estrecho salvaje, donde se descubren los misterios que guarda nuestro código natural y la sincronía con lo que nos rodea, solo en esas inmensas oscuridades y frialdades del mundo, se puede entender lo que nos une a los demás seres que nos acompañan en las páginas eternas de la vida.
Fue en los tiempos de mucho viento, de ese viento inquieto que inicia por la madrugada, cae helado por la montaña y enchina el cuero, fue mientras amanecía cuando Martín se levantó de golpe en su jacal, a lo lejos se escuchaban gritos y disparos, la perra ladraba a todo lo que daba. Sin pensarlo, Nazario salió armado hasta los dientes y se apresuró a llegar al lugar donde ocurría todo aquello, en medio de una barranca sonaba el fuego intenso de fusiles, así mismo saliendo de ahí, por fuera de los caminos venían tres arrieros heridos que se dispuso a apoyar, así fue como Martín se enteró de que la guerra cristera había comenzado, estallando en medio de esos territorios olvidados. Martín fue informado de lo que acontecía y temió por su vida, los arrieros lo incitaron a huir de la zona, pero él se apresuró a cubrir los muros de la garita para defender su posición. Abajo, los federales habían perdido la batalla, haciendo que muchos fanáticos cristeros invadieran la zona y se apoderaran de los caminos, cuando llegaron a saquear la garita, Martín abrió fuego a los invasores, después de llevarse a ocho entre las patas, lo reventaron a balazos en la cima de la garita. –Aquí yace un hombre- dijo el que le dio el tiro de gracia- En medio de astillas y humo, el cadáver de su perra Delfina quedó tendido a los pies de su amo, acto seguido, los cristeros envolvieron el cuerpo de Martín Nazario en un petate y lo arrastraron para burlarse de su valentía, mientras que a la perra la arrojaron a un arroyo conocido como El arroyo del tecolote.
Cayó la noche y la garita se convirtió en un mini cuartel, lleno de municiones y pertrechos de guerra. Mientras que los rebeldes se dispusieron a dormir, los arrieros capturados esa noche vieron a la perra Delfina salir del arroyo y asesinar espantosamente a varios de sus captores. Por más balas que le dispararon al animal no le hicieron nada, parecía una obra del demonio así que terminaron por huir de la zona y abandonar a sus compañeros mutilados. En medio del horror, los arrieros también lograron escapar espantados de haber visto aquel animal enardecido y negruzco, que resucitó del arroyo para tomar venganza.
Se dice que quien viaja con malas intenciones por esos lugares se les aparece una mujer de blanco que se mete a un arroyo, otras veces sale un perro negro demoniaco, con los ojos rojos, sobre todo por los tiempos en que hace mucho viento, cuando ya varia gente ha oído el aullido agónico que delata el alma de un animal que sigue rasguñando el portal de la vida y la muerte.