Dicen que cuando a Ignacio Ramírez se le preguntó, en el siglo XIX, qué era lo que más le gustaba de México, sin dudarlo respondió:
– Veracruz, porque por Veracruz se sale de él.
Aludió, con ironía, al deseo de muchos mexicanos de escapar de un país plagado de guerras intestinas, delincuencia, pobreza y enfermedades, y emigrar a Europa.
Veracruz fue, durante siglos, puerta de salida pero también punto de llegada: fue el vínculo principal entre el mundo atlántico y “tierra adentro”.
Durante siglos, la función de ser vínculo con el mundo exterior la desempeñaron todos los puertos. En torno a ellos se articularon redes comerciales muy importantes que fueron determinantes para la economía novohispana.
En el siglo XIX, en medio de las disputas entre liberales y conservadores, quien tenía el control de los puertos tenía el control del país: eran determinantes para la vida económica de la nación.
Por su importancia económica, desde la época novohispana, los puertos estuvieron en la mira de piratas, saqueadores, contrabandistas e invasores.
Por la amenaza que para la paz y estabilidad representaban, tanto la Corona española como los gobiernos decimonónicos, tuvieron un particular control sobre ellos.
A pesar de ese control, las autoridades siempre se quejaron del escandaloso contrabando, “siempre funesto y punible”, que imperaba en ellos.
Al consumarse la independencia de México, se calculó que el contrabando representaba un 25% del valor total del comercio exterior; de los bienes extranjeros consumidos en el país, se dijo, por lo menos la tercera parte eran importados de manera ilegal a través de los puertos. Hubo épocas en que se llegó a calcular que el valor de los productos del contrabando era “infinitamente mayor” que la de los productos legales.
Al respecto, el gobierno se encontró siempre ante un dilema: si enviaba a las aduanas portuarias a personas honestas, sabía que el comercio se paralizaría casi por completo y que la hacienda pública no percibiría casi nada de recursos económicos. Por tal motivo, muchos ignoraron los actos de corrupción que en torno a la vida portuaria existía; otros, en su mayoría, se hicieron cómplices.
Desde el periodo novohispano, la complicidad entre autoridades y contrabandistas ha sido una constante de nuestra historia.
La corrupción imperante en puertos y aduanas ha involucrado a autoridades de todos los ámbitos y niveles, a comerciantes nacionales y extranjeros, casas comerciales y bancos, policía portuaria, transportistas, comandantes, recaudadores de impuestos, jueces y ministros, por destacar sólo algunos.
Desde entonces, hasta nuestros días, el gobierno ha intentado de múltiples maneras acabar con el comercio ilegal y la corrupción existente en torno a los puertos. No lo ha conseguido. La medida anunciada el viernes de la semana pasada por el presidente López Obrador, en el sentido de militarizar el control de puertos y aduanas, es un intento más.
El dinamismo y crecimiento comercial que en las últimas décadas ha experimentado la Cuenca del Pacífico, hizo de Manzanillo el principal puerto comercial de México.
Su importancia económica creció de la mano de las actividades delincuenciales, que se dispararon de manera aterradora: toda la podredumbre que invade a ese pequeño estado de la república tiene que ver con la disputa del crimen organizado por el control del puerto, pero, también, con la complicidad y negligencia de las autoridades.
¿Conseguiremos como país lo que durante siglos no hemos logrado? No lo sé. Por lo pronto, la delincuencia organizada que hoy se pasea a sus anchas en Colima con la complicidad de todo tipo de autoridades, tiene sus días contados: hay vientos huracanados que anuncian tormentas.
¿Ya escucharon a toda la comentocracia indignarse ante la medida anunciada? Señal de que se avanza.
¿Llegarán nuevos? El tiempo lo dirá.