El encierro pandémico nos puso muy creativos a Don Enrique y a mí. Primero nos dio por remodelar nuestra terraza, que de tener un estilo fridakalhezco muy kitsch, quedó como si una manada de unicornios hubiera pasado por ella. También comenzamos un pequeño huerto en el que crecen albahacas, orégano, epazote, jitomates y chiles. Se supone que sería más grande y cultivaríamos zanahorias, betabeles, rábanos y no recuerdo qué tantas cosas más; hasta compramos, además de semillas, rejas, plásticos y tierrita para armar las cajas de cultivo, pero pasan los días y el plástico sigue enrollado, las cajas apiladas, la tierra en sus sacos y las semillas quién sabe en dónde.
En esos días de creatividad extrema, nos dio por experimentar con nuestra tolerancia a las bebidas etílicas y, no estoy segura, pero sospecho que esos ensayos científicos fueron la causa directa de que ahora tenga yo casi cinco meses de embarazo. ‘Haiga sido como haiga sido’, hemos celebrado con pompa y circunstancia la venida de esta pequeña personita, que hasta hace unos días llamábamos simplemente ‘Bebé’.
Como madre y padre responsables que intentamos ser, cada mes acudimos puntuales a la cita con la Dra. S, nuestra ginecóloga. La última vez que fuimos, nos enseñó lo que, evidentemente, son las credenciales que acreditan que el bebé es varón. Después de darle la noticia a Susanita y llamar a la familia para contarles, entramos en un trámite verdaderamente engorroso: decidir el nombre del susodichito, con el fin de irle generando identidad desde la panza.
Nombrar a alguien no es un asunto fácil, así que armamos un cónclave tripartita y durante más o menos una hora, propusimos, votamos y descartamos nombres. El ejercicio fue propuesto por mí, en aras de hacerle honor al mito de que esta familia es una democracia. Pero como es común, siempre hay alguien que toma ventaja de todas las situaciones.
Creo que no lo había mencionado, pero Don Enrique es chef y Susanita es de muy buen comer y, aunque yo no canto mal las rancheras cuando cocino, es obvio que el señor lleva siempre las de ganar en materia culinaria, así que utilizó sus habilidades profesionales para prometer sushi, alitas y no sé cuántas comida más y logró establecer una alianza bipartita con la ahora desheredada hija de mis entrañas, con lo que obtuvo una avasalladora mayoría, que aprobó el nombre por él propuesto. Juro por todo en lo que creo, que luché con uñas, dientes y chantajes, pero no pude evitarlo: el heredero se llama ‘Optimus Vegeta’, en honor a –cito de memoria a Don Enrique- “dos de los más grandes héroes que ha dado la historia”.
De sobra sé que en su acta de nacimiento vendrá otro nombre, pero mire usted, para qué me esperanzo; la –triste- realidad es que este hijo mío se llama y se llamará Optimus Vegeta, pues tanto su padre como su hermana se encargarán de que el muchacho no responda a otro nombre, por muy poético que éste sea.
He perdido una batalla, pero la guerra se compone de muchas.
A ver qué.