Escribanías – Pensar el neoliberalismo: Christian Laval
Por: Rubén Carrillo Ruiz (traducción y presentación)
La traducción es fuente de conocimiento. Por otros idiomas pasan datos en torrente. Si uno está fuera de ese turbión quizá se distraiga el presente inmediato de los hechos. El siguiente traslado textual me llevó veinte horas. Consigno la jornada no por razones burocráticas sino por el forcejeo implícito: el tema, la historia francesa, los autores. Ahí radica parte del esfuerzo de mi versión. Es, por tanto, falible. Me guía la inteligencia de los usuarios hartos de una lectura siempre tendenciosa e insultante de los protagonistas de la vida pública. En consecuencia, nos faltan ideas y sobran falsos argumentos, insostenibles en un debate profundo, máxime cuando los conceptos se miran desde el pragmatismo ignorante de sus alcances.
No existe nada más urgente que incluir los alcances de la hegemonía dominada por las ideas y políticas infiltradas por el neoliberalismo en los países occidentales. Cierto, quienes se niegan aún a practicar «la economía de mercado», alias capitalismo, en el horizonte definitivo de la humanidad cometen, como dijo Friedrich Hayek, «el error de la razón más peligroso» si no se pone en la hoguera al exiliado del «círculo de la razón para que no dañe al orden justo del mundo libre». Evidente, con tal carencia de sentido son incapaces de pesar políticamente y parecen sólo caer a menudo en un “antiliberalismo mágico” —lo que no está quizá sin ensayo con su impotencia política relativa. Entonces, no se puede impedir pensar la necesidad de satisfacer sin desviar el curso de las cosas: son necesarias nuevas armas teóricas para luchar contra el peso de las evidencias y la fuerza de los poderes personificados. La paradoja es que los análisis renovaron profundamente el enfoque del fenómeno neoliberal sin que los movimientos sociales e intelectuales hayan sacado las conclusiones. Las cosas están, quizá, cambiando.
Una serie de obras consigna la manera que adquiere el neoliberalismo después de la segunda guerra mundial con la difusión ideológica en medios de comunicación y universitarios, influido por dirigentes de partidos de derecha, intimidado por fuerzas de izquierda y paralizado por movimientos sociales.
Estos trabajos —de Keith Dixon o Serge Halimi— fueron un gran paso en el trabajo eficaz de los thinks thanks. Sobre todo, mostraron cómo el mundo político e intelectual angloamericano fue sumergido progresivamente por esta gran ola neoliberal. Faltaba a este conjunto un trabajo consagrado específicamente a Francia. La obra histórica de François Denord constituye una mina impresionante de hechos y referencias, sin embargo, dejados en la sombra. François Denord manifiesta con fuerza y precisión que esta “ideología política”, nacida en el periodo de entreguerras, no desapareció pues entonces triunfaban el keynesianismo, es decir, el plan conjunto a la francesa y el gaullismo. Seguía discretamente su elaboración, unía grupos dispersos de empresarios y universitarios. Lejos de haber desaparecido, el liberalismo económico francés constituyó una línea influyente desde la liberación hasta su consagración oficial, caracterizada por la presidencia de Valéry Giscard de Estaing, seguido por Raymond Barre como primer ministro.
François Denord muestra cómo a partir de los años treinta hubo una tradición militante mediante la actividad editorial e influencia política de pequeños círculos intelectuales, reunidos alrededor de Ediciones Médicis. Describe en detalle la actividad de todas esas redes que, después de guerra y hasta nuestros días, militaron para “el libre mercado y la defensa de los valores de la empresa” y apoyaron, como el Instituto de la Empresa desde 1975, las apologías más radicales del ultraliberalismo norteamericano.
La demostración de François Denord impone revisar la historia ideológica y política francesas y considerar las hibridaciones, incluso más extrañas, que las señalaron: ¿suficientemente se preguntó sobre las relaciones de confianza entre el general De Gaulle y Jacques Rueff? ¿Qué sentido tuvo el plan Pinay-Rueff o el famoso Comité Armand-Rueff instalado por De Gaulle y encargado de suprimir los obstáculos “a la extensión económica”? ¿Pero, sobre todo, respecto a la evolución histórica posterior, cuál fue la intención de los que, ardientemente, desearon la construcción de un mercado común europeo?
El neoliberalismo a la francesa
Vive, por tanto, un renacimiento liberal propiamente francés, cuyos orígenes se remontan a varias décadas. Su éxito no provino del extranjero: no es simple producto de importación. No hay que equivocarse con la observación del libro de François Denord, a pesar de su título ambiguo. Esta corriente ideológica no adapta una versión original angloamericana. Tal es vulgaridad extendida, que hace del neoliberalismo y quizá del liberalismo recortado una invención anglosajona extranjera a la ingeniería francesa y católica.
La idea tuvo autores nada desdeñables, como Louis Rougier, el único miembro francés del Círculo de Viena. Tuvo su “momento fundador”, el coloquio Walter Lippmann, celebrado en París en agosto de 1938, que dio nacimiento al transitorio Centro Internacional para la Renovación del Liberalismo (CIRL).
Neoliberalismo versión francesa es un trabajo histórico de exhumación, que casi a pesar suyo sintetiza un problema temible en cuanto a la naturaleza de su objeto y la manera de comprenderlo. Retomando la rigurosa definición de Michel Foucault sobre el neoliberalismo como nuevo arte de controlar temas considerados calculadores e interesados, se tiende a confundir las posiciones. Es importante agarrar bien lo que hay de “neo “en el neoliberalismo, al menos si se está preocupado en no caer en numerosos errores demasiados antilibéraux que parecen creer que no hay nada nuevo desde Adam Smith. Esta es seguramente una de las causas del gran desasosiego intelectual de una izquierda básicamente desarmada a nivel teórico.
Sin exceptuar alternativas (“social”, “conservador”, “gestor”), ni concebirlo como economía mixta con dosis de gestión ni administrada con dosis de libertad económica, conviene tener en cuenta la originalidad mayor del neoliberalismo respecto a la ideología del liberalismo: el primero no se basa en una ontología de leyes “naturales” del mercado, tiene por objeto construir un orden de mercado por un intervencionismo de una nueva clase. Si se quiere creer que el neoliberalismo participó en el coro de los “evangelistas del mercado” no siempre conservó su propia división doctrinal. Si esta identidad escapa de prisa al historiador, seguramente las herramientas que manejó no le permiten punto final. François Denord dice que “la puesta en contexto de luchas políticas e individuos […] permite agarrar lo que el néolibéralisme oculta de nuevo”. Aquí, desde un punto de vista metodológico, suscita un determinado escepticismo. En este caso concreto, el análisis por las posiciones relativas ocupadas en campos que pide prestados a la sociología de Bourdieu oscurece la naturaleza de la doctrina neoliberal antes que iluminarla. Un enfoque genealógico habría sido más susceptible de evidenciar lo que es de verdad “neo”. Se trata, en efecto, de saber que los principales teóricos señalaron una ruptura con las ilusiones del liberalismo “asumiendo el carácter jurídica y políticamente construido del orden de mercado.”
Es el trabajo que había emprendido Michel Foucault y de los que da prueba la recopilación magistral de sus cursos de 1978-1979, Nacimiento de la biopolítica. Este curso causa el desarrollo en numerosos países de una corriente de investigaciones que se refieren a la gouvernementalité, concepto que Foucault consideraba central para incluir las nuevas maneras de controlar a los hombres. El neoliberalismo, que encuentra sus raíces alejadas en la problemática del control y el cálculo, es una reflexión sobre todo de las técnicas de gobierno que deben emplearse cuando el tema de referencia se constituye como este ser maximisateur de su utilidad. El proyecto político néolibéral sobrepasa al único marco de la política económica. No se reduce a la reactivación del viejo liberalismo económico, menos a una retirada del Estado o disminución de su intervencionismo. Es conducida por una lógica normativa que se refiere a todos los campos de la acción pública y los ámbitos de la vida social e individual. Basada en la antropología total del hombre económico, aplica resortes sociales y subjetivos específicos, la competencia, la “responsabilidad”, el espíritu de empresa, y tiene por objeto producir un nuevo tema, el hombre néolibéral. Se trata, en resumen, de producir un determinado tipo de hombre apto para dejarse controlar por su propio interés. El objeto del poder no se da, pues, se realiza en los dispositivos que el gobierno crea, mantiene y estimula.
Democratización y arte de gobierno néolibéral
A partir de este análisis foucaldienne el politólogo Wendy Brown establece un diagnóstico que conserva en vinagre la crisis de la democracia en los países occidentales o más, exactamente, del proceso en el cual estos países son contratados por Estados Unidos. En su ensayo “El neoliberalismo y el final de la democracia”, Wendy Brown recuerda que las políticas néolibérales “activas contemplan a un gobierno “calculador “, “responsable “, “empresario de su vida”, que aplica una racionalidad económica universal en todos los ámbitos de la existencia y las esferas: salud, educación, justicia, política. La definición que da al mérito de la claridad: “el néolibéralisme es un proyecto constructivista: para la estricta aplicación de la racionalidad económica a todos los ámbitos de la sociedad no es un dato ontológico; trabaja pues […] en el desarrollo de esta racionalidad”. La racionalidad néolibérale no se define, en primer lugar, por la presión del mundo económico sobre la esfera privada, incluso ni por la intrusión de los intereses comerciales en el sector público. No se reduce a la aplicación sistemática de una política siempre favorable a los más ricos, que destruye instituciones y dispositivos de solidaridad y redistribución instaurados después de la Segunda Guerra Mundial. Estos aspectos distan mucho de ser desdeñables, pero se supeditan a un objetivo más fundamental. La política néolibérale aplica una universalización práctica del razonamiento económico.
Esta es la razón por la que no se puede hacer del néolibéralisme la simple continuidad del liberalismo de Adam Smith. No se trata solamente de dar un paso mayor a un mercado natural reduciendo el espacio ocupado por el Estado y regulado por astucias legales; se trata de producir activamente una realidad institucional y de las prácticas sociales.
Michel Foucault no ignoraba esta pluralidad teórica. Había comenzado a establecer una primera cartografía de las corrientes. Foucault considera esta vuelta al liberalismo “no como simple resurgimiento de las creencias en el naturalismo comercial, ni como ideología que habría influido a los responsables políticos, sino como nueva práctica de gobierno que pretende apoyarse en cualesquiera circunstancias en la búsqueda del interés personal y el cálculo maximisateur.
Este inicio foucaldien da originalidad a la reflexión de Wendy Brown, como lo destaca el prólogo de Laurent Jean Pierre. Manifiesta que este proyecto político suplanta la normatividad política y moral dominante en “las democracias liberales que operan un trabajo considerable de destrucción de las formas precedentes.” Firma la muerte del tema democrático que constituía la referencia ideal de la democracia liberal. Desaparece poco a poco la figura del ciudadano que, con otros ciudadanos iguales en derecho, afirmaba una determinada voluntad común, determinaba elecciones colectivas por el voto, definía un bien público, sustituido por el tema individual, calculador, consumidor y empresario, que persigue finalidades exclusivamente privadas en el marco de normas generales que organizan la competición entre todos los individuos.
La tensión entre el negociante y el ciudadano, entre el interés económico y la benevolencia para otros, tiende a borrarse. La figura del hombre se reunifica en la construcción del tema económico, invitado como una empresa al acecho de las oportunidades de beneficio en un contexto de competencia total y permanente. La vida política y la moral, el vínculo educativo, así como la concepción misma que el individuo tiene de sí mismo son afectadas profundamente por esta generalización empresarial. Los criterios de eficacia y rentabilidad, las técnicas de evaluación se imponen por todas partes como evidencias incuestionables. El tema moral y político se reduce a un calculador orden en función de interés propio. La práctica política, tal como puede observarse en Estados Unidos y, cada vez más, en Europa, ilustra este cambio: se invita al “ciudadano a pronunciarse como si no fuera más que un consumidor que no se propone dar más de lo que no recibe”.
Según Wendy Brown, las consecuencias de este cambio son temibles. Van desde las libertades individuales y colectivas que las democracias liberales garantizaban a la división de los distintos poderes y la pluralidad de los principios que las regulaban. El néolibéralisme aparece como estrategia de integración que, supeditada únicamente a la razón económica, impide aplicar las diferencias de principios y legitimidades como factores de limitación del poder. El néolibéralisme, como explica Wendy Brown, “hace pasar las racionalidades y los órganos jurisdiccionales morales, económicos y políticos de la independencia relativa de la que gozaban en los sistemas de democracia liberal, a su integración divagadora y práctica. Mina la autonomía relativa de algunas instituciones (la ley, las elecciones, la policía, la esfera pública) unas con relación a los otros, y la autonomía de cada una de ellas con relación al mercado. Gracias a esta independencia hasta ahora se han preservado un intervalo y una tensión entre la economía política capitalista y el sistema político demócrata liberal”.
Se dirá que la cosa no es tan nueva. Como Foucault lo vio, Jeremy Bentham había anticipado a este gobierno de las conductas por los intereses al final del siglo XVIII. Sin embargo, esta integración de todas las esferas políticas y sociales en y por la lógica del interés no se realizó antes del final del siglo pasado. Mientras tanto, la democracia liberal siguió siendo un mundo hendido entre el interés individual e interés general, entre vida terrestre y vida celestial, entre mundo profano de la sociedad civil y mundo consagrado de la burocracia de Estado.
Marx hacía de esta separación el fundamento de su crítica en algunos de sus textos más famosos, en particular sobre la cuestión judía, que destacaba el carácter mystificateur y formal de la pretensión del Estado que debe representarse universal. Pero esta “mentira” no carecía de validez sobre las libertades políticas y los resortes de la oposición al capitalismo. Ahora bien, para obtener una característica de igualdad entre el liberalismo de antaño y el néolibéralisme de hogaño se reproduce este mismo error. Esta “mentira” en algunos aspectos “real” permitía preservar la vitalidad y legitimidad de criterios morales y políticos distintos de la pura lógica del interés individual. Esta fase es pasada. El tiempo néolibérale se define, precisamente, por la disolución de esta oposición.
Como lo muestra la “pesadilla norteamericana”, para reanudar el título del segundo ensayo de Wendy Brown, todo se convirtió en materia de “negocios”, tanto la protección social como la guerra. Los criterios morales, que separaban la virtud del defecto, devalúan la conducta derecha del delito; toda decisión, e incluso toda ley, se volvieron tácticas, operatorias, sujeta a una norma de eficacia inmediata en un juego de relaciones de fuerza y maximización de resultados.
La democracia contiene elementos demasiado “costosos” desde el punto de vista de las nuevas normas políticas y económicas. Libertad de expresión, educación humanista, solidaridad social, función pública sacrificada a un ideal de interés general, todo se desintegra lentamente en un cálculo de costo-beneficio. En este sentido, el néolibéralisme presenta doble cara, fuente de una extensa interferencia: es un proyecto altamente político que conduce a despolitizar las prácticas sociales, bajándolas sistemáticamente a la única lógica del cálculo privado. Él mismo Marx había anticipado la posibilidad de esta disolución de todos los criterios morales y políticos en las “aguas congeladas del cálculo egoísta”.
Si la eficacia debe saturarlo todo, no hay lugar para todo el mundo, y todo está permitido. La moralidad en política, en la vida profesional como en la vida ordinaria, se borra ante el reino del cinismo generalizado, la manipulación perversa, el oportunismo y el narcisismo. Wendy Brown muestra cuánto la mentira iraquí de Bush y Blair se inscribe en “el aire del tiempo”: sólo el objetivo importa. Las nuevas generaciones de políticos de derecha e izquierda, en Europa y Francia, en particular, son la más perfecta ilustración. Seguramente allí lo más importante de retener es que el néolibéralisme modifica los criterios que fundan el juicio. Más que nueva política económica es una nueva normatividad política y moral que se impone: una normatividad política y moral apolítica y amoral.
El néolibéralisme redistribuye poco a poco las localizaciones políticas a la derecha como a la izquierda. El proceso de democratización que implica supera la voluntad de un Friedrich Hayek de prohibir las políticas sociales y redistributrices. Hayek, en su cruzada antisocialista, no atiende la promoción exclusiva de las finalidades privadas en detrimento de todo objetivo común sino pone en entredicho la democracia en el sentido más estrechamente posible de lo “liberal” del término. Por esta opinión, el néolibéralisme perturba a los liberales agregados a las libertades civiles y políticas. Este deterioro de la democracia liberal condiciona, también, a toda la izquierda política. Se desestabilizan la crítica social y política. Hay luto del socialismo no como se imaginó, sino también de las formas políticas y morales del liberalismo antiguo. Cuando no se somete con dimisión a la nueva racionalidad, dimisión que es la cuesta más general, debe llevar la defensa de las antiguas instituciones de la democracia liberal (defensa “del interés general”, de las libertades individuales y políticas, de la laicidad) cuyo carácter mucho tiempo destacó incompleto, desigual, hipócrita. Debería definirse un contraproyecto basado en otra racionalidad moral y política, por lo tanto, en otra idea del ser humano.
Neoliberalismo y neoconservadurismo
Por esta opinión, el análisis de las relaciones entre néolibéralisme y néoconservatisme es importante para la reconversión de una crítica de izquierda. Estas racionalidades políticas deben pensarse juntos, como lo recuerda Wendy Brown. Se podría creer que, si la derecha casi ocupa todo el terreno ideológico, eso tiene la capacidad que tiene de duplicarse, de jugar hasta cierto punto doble juego. En reacción a la disolución del tema moral y político en la lógica empresarial y consumériste, el néoconservatisme constituiría una nueva forma política que se propone reinyectar la moral y la autoridad, según cánones normativos de antigua factura, y responder así a las esperas de protección de la población, en particular de las clases populares víctimas del hundimiento de los vínculos colectivos y de la erosión de los mecanismos de solidaridad. La derecha haría una política de ricos confortando al mismo tiempo a los pobres con una retórica “virtuosa “y “patriótica”, tranquilizándolos por un voluntarismo autoritario sobre el método de la “tolerancia cero” hacia el crimen. Según esta línea de análisis, se podría pensar que esta “pesadilla norteamericana” ganó el mundo entero, ilustrando la doble lógica y terriblemente eficaz del bombero pirómano.
Las cosas, según Wendy Brown, no son tan simples. Destaca la heterogeneidad del néolibéralisme y, más aún, del néoconservatisme y, sobre todo, su incompatibilidad parcial. Las tensiones entre el polo del “deber moral” y el polo de la “libre elección” no son desdeñables, y muchos “moralistas” conservadores se asustan de la extensión del reino del consumérisme y las rupturas masivas de los vínculos sociales generadas por el capitalismo desbridado. Las representaciones del mundo que proyectan el néolibéralisme y el néoconservatisme no están, tampoco, en perfecta armonía, sino cuarteadas entre la defensa de las identidades nacionales y la construcción de un carácter comercial planetario.
Sin embargo, existen algunas zonas de acuerdo y continuidad que triunfan sobre las tensiones. Teñida la moral, más o menos, según los casos, de religión, tradición y nacionalismo, toma el paso de una manipulación cínica de los ciudadanos-clientes, que concuerda con la opinión. No es un hecho del pasado o el presente. La guerra que haya tenido lugar, que esté en curso o programada, vuelve a ser una palanca de agregación y movilización de los individuos dispersados. La disciplina social del “valor-trabajo” y el gobierno fuerte son componentes esenciales del néolibéralisme como método de gobierno de los individuos. Seguramente aquí aparece toda la fecundidad del enfoque foucaldienne: una posible zona de concordancia entre néolibéralisme y néoconservatisme encuentra su razón en un municipio referencial “al individuo responsable de sí mismo”, que se siente en el deber salir bien sin esperar nada de otros. En nombre de esta “responsabilidad” de las conductas, de esta “privatización” de los problemas sociales que los dirigentes occidentales emprenden para desmontar los sistemas de jubilación, educación pública y salud, tomando como modelo, por una parte, “el individuo empresario” y, del otro, al buen padre de familia trabajador, valiente y previsor. Esta es la razón por la que Wendy Brown prefiere la tesis de la duplicidad funcionalista a la de la articulación problemática del néolibéralisme y el néoconservatisme. El nuevo tema néolibéral ya no se liga a los valores y prácticas de la democracia liberal, abandonó su estatuto de ciudadano, “es menos recalcitrante con relación a su propio sometimiento, participa al mismo tiempo en su propia subordinación”.
La actual democratización que acaba con los políticos de la derecha “décomplexée” fue preparada por el néolibéralisme tal como se aplicó tanto por la derecha como por la izquierda desde hace cerca de treinta años, y esto a causa de la profunda desvalorización de los principios democráticos que generó el étatisme empresarial.
La prueba de Wendy Brown, “la pesadilla norteamericana”, no agota la cuestión complicada de los puntos de unión entre las dos formas políticas. No dibuja menos un programa de reflexión que podría superar el contexto norteamericano, a condición, no obstante, de respetar las especificidades nacionales.
Queda por preguntarse: qué tipo de política de izquierda, qué renacimiento democrático podría bienestar opuesto a este proceso general de descomposición de las formas morales y políticas con el fin de salir de la pesadilla en la cual se hunden: ¿“Realmente los demócratas creen aún en el poder del pueblo y lo quieren verdaderamente?”. Esta cuestión, que se refiere a la existencia o la inexistencia de un deseo democrático, devuelve al tipo de tema que pasamos a ser. Es la pesadilla que debe despertarnos.