El Oscuro Páramo: Teuchitlán: la casa naranja del horror silenciado

En México, hablar de fosas clandestinas es mirar de frente a una herida abierta. Pero si hay un estado que represente el epicentro de ese horror, es Jalisco. No por casualidad, ni por compartir el territorio con uno de los grupos criminales más sanguinarios del país, sino por la acumulación sistemática de impunidad, colusión y negligencia institucional a lo largo de los últimos 40 años.
Según datos de colectivos de búsqueda y organizaciones civiles, Jalisco encabeza la lista nacional con más de mil 400 narcofosas localizadas en la última década. Una cifra que debería estremecer a cualquier autoridad y, sin embargo, ha sido tratada con la frialdad de un archivo muerto.
Porque en Jalisco, como en Tamaulipas, Chihuahua, Guanajuato o Coahuila, los muertos no interrumpen la comodidad del poder y menos cuando se trata de proyectos transexenales en los que -a diferencia del neoliberalismo económico- los compromisos se urden con el poder del narco.
El hallazgo del rancho Izaguirre en Teuchitlán —con evidencia del uso del sitio como centro de adiestramiento y exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación— no fue un accidente. Es una revelación tardía de algo que los colectivos locales en Jalisco ya sabían: el Gobierno del Estado ha perdido —o cedido voluntariamente— el control territorial en muchas regiones de la entidad. Que mientras las autoridades “buscan estrategias”, las familias buscan huesos.
La historia ya es sabida y parece sacada de un manual: el ex gobernador Enrique Alfaro prefirió deslindarse; minimizar; culpar a los gobiernos precedentes, antes que reconocer el hecho de que frente a sus narices había un lugar en el que se deshumanizaba a personas para convertirlas en carne de cañón de una guerra territorial en la que los muertos son cifras y dejaron de ser personas, historias, almas y sueños.
Pero la verdad es más cruda: su gobierno, como otros antes, fue incapaz de articular una política real de búsqueda, identificación y justicia. Herencia que ha dejado a su sucesor, el Gobernador Pablo Lemus, que ha tenido que cargar con el saldo, los compromisos y hasta la agenda negra del PRI Naranja de Jalisco.
Y eso no es todo, las revelaciones más recientes ubican al alcalde por Movimiento Ciudadano de Teuchitlán, José Ascensión García, como un operador del CJNG en ese municipio: era parte de su nómina, disponía de policías para operar a favor de ese grupo criminal, se reunía con los cabecillas y, según testimonios de periodistas, en la audiencia en su contra se reveló información de testigos que señalan haberle visto arrojar restos humanos a una zanja en el Rancho Izaguirre.
Como en muchas otras regiones del país, la Fiscalía de Jalisco ha sido superada, no sólo en capacidades forenses, sino también en voluntad política. ¿Cuántos Ranchos Izaguirre deben suceder para que entiendan que estamos frente a un verdadero problema? Sacar los temas de la agenda pública no implica que desaparezcan.
Nuestro estado vecino no sólo lidera en fosas clandestinas. También en número de personas desaparecidas: más de 15 mil casos oficialmente registrados. Es decir, que hay más personas desaparecidas en Jalisco que en varias guerras civiles del mundo contemporáneo. ¿Y cuál ha sido la respuesta? Negación, simulación, silencio.
La maquinaria de la muerte no se montó de la noche a la mañana y es claro que no sobreviviría sin una red de complicidades —civiles, políticas, judiciales y mediáticas— que han permitido que el crimen organizado opere como un Gobierno paralelo en Jalisco.
Mientras tanto, madres y padres buscan en las brechas, con palas, sombreros y varillas, lo que el gobierno local se niega a reconocer: que las y los jaliscienses viven sobre tierra profanada. El retrato de un gobierno con la moral colapsada.
Las narcofosas no deberían ser parte del paisaje donde antes verdeaba el agave.