El Oscuro Páramo: El misterio de la luz y la oscuridad revelada

Hubo un tiempo en que la fotografía tenía el mismo ritmo que la vida: pausado, cargado de espera y misterio. Se disparaba con cautela. Cada imagen era un acto deliberado y azaroso. El fotógrafo medía la luz, construía la toma y le daba sentido… calculaba el ruido, como si pudiera contar el grano de la película, al mismo ritmo que se cuentan los latidos de un corazón emocionado. Y luego, la magia ocurría en la penumbra del cuarto de revelado: el instante atrapado en plata y haluros emergía lentamente, como cuando se revela un secreto que decide confiarse al mundo.
Hoy, la fotografía vive otro presente. Uno inmediato, efímero, instantáneo, desechable y liviano. Disparamos miles de veces con nuestros teléfonos inteligentes, que más que cámaras parecen espejos que reflejan momentos ansiosos de aprobación. El papel ha sido sustituido por pantallas. El álbum familiar con cubiertas de acetato delgado y amarillento con el tiempo fue sustituido por un carrete digital interminable que se actualiza con cada selfie, con cada intento por retener algo del inagotable día a día.
El tránsito entre lo análogo y lo digital no ha sido solamente técnico, es profundamente humano y poético, un retrato del ritmo que ha adquirido la vida a partir de la aparición de las primeras cámaras digitales y luego de los teléfonos móviles con cámara. Esta evolución no se trata solo del cambio de soporte, sino de la transformación del sentido. Antes, una fotografía era testimonio congelado, instante revivido y palpable. Ahora, la fotografía es un acto en ráfaga que más bien parece simulacro, montaje, espejismo al que nos ha llevado este sistema cultural y económico que privilegia la apariencia, el tener, llamado capitalismo.
¿Qué dice de nosotros una imagen que no ha pasado por la luz real, que no ha sido tocada por el tiempo ni por las manos, que no ha necesitado de la oscuridad para revelarse en misterio?
A esta coyuntura, habría que sumar la aparición de la inteligencia artificial que le ha dado un nuevo giro, cuando los análogos que nacimos en los 80 apenas nos andamos acostumbrando a “lo digital”.
La ruptura es gigantesca: hoy podemos generar fotografías sin haber estado ahí. Retratar sin cámara, sin sujeto, sin historia, a partir de dictarle los props necesarios a ChatGPT. Una IA puede crear un rostro que no existe, capturar una escena que jamás ocurrió. ¿Qué será entonces de la memoria? ¿Qué sentido tendrá el acto de “recordar” cuando lo recordado no existió? ¿Qué será fruto de lo visto y no de lo imaginado por un servidor que sigue órdenes a veces mal escritas y todavía mal interpretadas?
Joan Fontcuberta, fotógrafo y teórico español, reflexiona sobre cómo la digitalización ha transformado la relación entre fotografía y memoria:
“Lo que comienza a quebrarse es el vínculo entre fotografía y memoria; las fotos ya no sirven para almacenar recuerdos, ni se crean para ser guardadas, sino que sirven como extensiones de las vivencias, que se transmiten, se comparten y desaparecen.”
Quizá ahí está la frontera: entre la imagen que captura y la imagen que solo reproduce; entre la mirada que observa, congela, construye instantáneas y el algoritmo que calcula sin emoción, que sigue “props” y genera accesorios simulados.
Para mí, volver a pensar en la fotografía como registro no es resistirse al cambio, es resistirse al vacío.
Fernando Puche, fotógrafo español, expresó en algún momento su preocupación sobre la pérdida de la experiencia humana en la creación de imágenes: “hacer fotos es expresarse a través de imágenes y no hay máquina capaz de crear una imagen a partir de lo que yo siento. Podrá copiar las mías, seguro, y mejorarlas, claro que sí, pero difícil que tome decisiones según mis parámetros vitales, emotivos y mentales.”
Hoy, más que nunca, necesitamos imágenes que nos conmuevan, no que nos distraigan. Fotografías que no solo muestren, sino que revelen. Que nos recuerden que la luz, para decir algo, necesita oscuridad.