Por Esaú Hernández
Era el verano del año 2000. Fui uno de tantos millones que sobrevivimos el Apocalípsis de ese entonces. Estaba por terminar el Bachillerato que había sido una total fiesta y, por mis calificaciones, la Escuela de Agronomía me había cerrado las puertas. Llegué sin mucha esperanza a la Facultad de Letras. Siempre me gustó leer y en algún momento de la educación media soñaba con escribir guiones de cine. Me decía que no podía ser peor de lo que ya era. El único obstáculo para que el 21 de agosto yo anduviera caminando por esos pasillos memorables de mangos y naranjos agrios era mi promedio.
Para el ingreso era necesario tener al menos 8.5 y yo iba por ahí con un mísero 7.96. Aún recuerdo a Conchita, la secretaria, decir no te puedo dar la ficha de inscripción, “la carrera aún tiene mucho cupo pero yo no puedo. Busca al maestro Manolo, a lo mejor él te hace el paro”. Recorrí los cubículos de maestros con mi cara de vergüenza y mi bendito 7 en la boleta. Lo encontré rápido y franco, como siempre ha sido, me miró por el hueco que había entre sus lentes y sus cejas pobladas y soltó un seco: ¿qué pasó? ¿andas perdido? Casi, le dije. Me dijo la secretaria que sólo usted podía ayudarme, quiero inscribirme a Letras y Periodismo, pero mi promedio no ayuda. “Aaah, ese no es problema. Ahorita te lo firmo”. En ese momento me sentí en casa. No sabía qué rumbo tomaría mi vida. Ni me imaginaba que el primer día de clases en la Facultad perdería a mi abuela. Veintiuno de agosto. Año 2000, ya les había dicho.
En esas aulas conocí a grandes maestros y a otros más en la calle, unos de academia y otros que empezaron urdiendo linotipos en las prensas hasta convertirse en reporteros de vieja guardia. Uno aprende de todos muchas cosas. De sus errores, de sus aciertos y de los propios. Seis años después de haber iniciado mis aventuras en el periodismo un buen amigo me invitó a trabajar en la Secretaría de Cultura, de entonces a septiembre del año pasado acontecieron catorce años, muchas historias y algunos buenos logros que conservo para mí.
Les cuento todo esto porque la vida me ha puesto de nuevo en la aventura periodística. Ya no andaré por los pasillos del Comentario, del Noticiero, del Diario o del Semanario Avanzada. He comenzado esta odisea cotidiana llamada 7AM. Espero poder construir cimientos sólidos en el ejercicio periodístico. No un edificio, sí un nombre que sea recordado por su profundo compromiso con las causas comunes, las de ustedes. Pongamos en común, pues los hechos de la vida cotidiana y de la vida pública. Nos leemos