El Oscuro Páramo / Andar caminos a tientas: paternar en tiempos de Neurodivergencias y amor líquido

Uno nunca está preparado para ser Papá. En todas las dimensiones de la responsabilidad que esto implica. Engendrar puede cualquiera, eso está claro, pero ser padre es dar un salto al abismo en el que nunca se escucha a la roca tocar el fondo.
Acá no hay mapas, no hay brújulas, no hay garantías ni ChatGPT que te salve. Dos sólas certezas te acompañan cuando eres Padre: amor… y miedo. Mucho miedo. Y yo, que crecí entre silencios duros y abrazos escasos, no sabía que la paternidad podía doler tanto como sanar mientras aprendes a ser hijo y a entender a tu Padre.
A mis 43 tengo tres razones para seguir respirando con fuerza cada día: Tristán, María y Josué. Ella y ellos me hacen levantarme todos los días a las 5:30 para comenzar la jornada de incertidumbres y sonrisas.
Tristán llegó al mundo con una mirada que siempre pareció venida de otro tiempo. Silencioso al principio, introvertido, con una lógica distinta, con una habilidad superior para las matemáticas, una sensibilidad exacerbada por las texturas y cierta inestabilidad para construir desde la palabra. Su madre y yo conocimos su diagnóstico hace poco y hemos entendido que su alma no cabe en ninguna etiqueta. Tristán me ha enseñado a escuchar lo que no se dice, a mirar con paciencia, a valorar los pequeños logros como si fueran conquistas épicas en su adolesencia. En su mundo, que es más honesto que el nuestro, he aprendido que la ternura puede ser estructurada y que el amor también se expresa sin palabras. En su espectro sólo el ruido que él hace está permitido.
Josué, por otro lado, es un vendaval. Un torbellino de energía, de ideas simultáneas, de preguntas sin descanso. La curiosidad por saber de dinosaurios y animales es ilimitada. Su trastorno de déficit de atención e hiperactividad comenzaba a no encajar en este mundo que quiere “normalizarnos” y que excluye a quien piensa y actúa a velocidades diferentes. Convivir con su intensidad ha sido un ejercicio constante de empatía. Él me exige presencia total. Con él, no se puede ser padre a medias. Me ha enseñado que la crianza no es imponer control, sino acompañar el caos con amor y ternura; que a veces, solo basta con estar ahí, acariciar su cabello, que recargue la cabeza en mi regazo o duerma pegado a mí como una pequeña garrapata es suficiente para evitar que el día a día se desborde.
Y luego está María. Mi hija. Hermosa, luminosa, despierta como una chispa. Con una conciencia del mundo que me sobrecoge, como si fuera más vieja que yo en sabiduría. María llegó a recordarme que la infancia también puede ser calma. Que la sensibilidad es una forma de fuerza. Que hay niñas que no necesitan ser rescatadas, sino escuchadas y respetadas. Ella es -digamos- mi soporte emocional, la que viene a recordarme que se puede y se vale llorar, que me puedo cansar y relajar, que puedo hablar de lo que siento sin que alguien me juzgue o yo mismo me destruya por creer que mostrar fragilidad o hablar de mis sentimientos es una muestra de “poca” masculinidad. Ella siempre está para ayudar a sus hermanos por más difícil que parezca.
Tristán, María y Josué. Me han confrontado con mis propios vacíos, con los errores que arrastro y las heridas que aún no cicatrizan. A veces siento que paternar es mirar de frente al niño que uno fue, sin anestesia, sin filtros y sin la opción de detenerse.
He llorado por no saber cómo actuar. Me he sentido culpable por perder la paciencia. He sentido que fracaso todos los días… pero también he celebrado cada pequeño triunfo como si fuera la llegada a la cima de una montaña.
Ser padre en tiempos posmodernos y líquidos no es sólo proveer ni educar: es sanar. Romper cadenas. Decidir que el amor no tiene condición. Es aceptar que criar también nos cría, enseña y reeduca a nosotros.
A veces, cuando los tres duermen, me siento a mirar el techo en silencio, como quien mira el día congelarse. Hay instantes en los que pienso que quizás, solo quizás, estoy logrando algo que nadie me enseñó: estar, quedarme, escuchar, amar.
En medio de este oscuro páramo, mis hijos son mi faro. Y mientras ellos existan, yo seguiré caminando, aunque sea a tientas.