Por cronología no soy millennial o centennial. Sin embargo, nunca me consideraré inmigrante tecnológico porque, desde siempre, cualquier aparatejo (grabadoras, equipos electrónicos, plumas, lápices, bolígrafos, tintas) tuvieron devoción y, casi, poco uso. Ignoro si mis lectores padezcan esa filia cuando estoy en el área de computadoras o papelería: un hormigueo corporal y mental que aguijonea la compulsividad y ahorros, insuficientes para alcanzar la carrera de innovaciones.
Desde que Steve Job y otros entraron con sus artilugios en la vida contemporánea, nuestra sociedad quebró el silencio, más aquel necesario e interior que encauza la ecuanimidad, tolerancia. Basta observar que individualmente el mexicano posee un celular (no sé si más inteligente que el propietario) e inconmensurable urgencia de conexión.
Ruptura del silencio y vanguardia tecnológica produjeron ilusión óptica de modernidad, comunicación instantánea, pero también otras adicciones y perjuicios a la conversación, la proximidad y atención, elementos imprescindibles para una mejoría educativa.
Estos devaneos recorrieron mis claves lectoras en un libro pleno, La historia del silencio, de Alain Corbin. Nunca pensé que un volumen así viviera en algún anaquel digital. Menos aún que su autor fuera historiador francés de las sensibilidades, lo que eso signifique.
Uno debería registrar cómo un escritor acude a los encuentros definitivos, dilectos, por vías, a veces inesperadas. Ese hallazgo puede tardar décadas y, por azar (el azar es destino), un episodio o un recorrido colocan explosivos a cualquier obstáculo y aparece furtivamente. Eso me pasó con Alain Corbin y esta obra detectivesca de la condición humana.
Una retórica del silencio en nuestro tiempo funcionaría como veneno contra las compañías digitales, invasivas de toda la cotidianeidad y consumo desaforado (irreflexivo) de datos e información indigestos, escasamente traducidos a conocimiento nuevo. Corbin en su ensayo (vaya maestría en el género de Montaigne) consigna cuánto silencio nos constituye y, sin embargo, hasta qué punto nuestras sociedades, inundadas de imágenes y palabras, huyen de él mientras que en el pasado “saboreábamos su profundidad y sabores”. Trátese de la intimidad de una habitación, un encuentro romántico, momentos compartidos con la naturaleza o rituales místico-religiosos, el silencio emblema ciertos lugares (casas, habitaciones, pasillos, iglesias, cárceles, bibliotecas, fortalezas). Historiarlo recuerda, también, su importancia en el arte y la literatura. Más: en nuestras vidas, su vocabulario, misterios y tácticas, propios movimientos del amor al odio y a la tragedia.
Conocer el silencio es un descenso interior nada sencillo y pocos nos atrevemos a confrontarlo. Sin embargo, señala Corbin, existe tendencia en nuestro tiempo, y muchas «prácticas remuneradas» para quienes sienten la necesidad de volver al silencio, con la meditación o retiro monacal, aunque, dice, «son como viajeros varados en una isla, pronto desierta, cuyas orillas están siendo devoradas». Usa como ejemplos frecuentes a artistas, escritores, poetas. Los cita mucho. En el caso de Maurice Blanchot, en El espacio literario: “Permanecer en silencio es lo que todos queremos, sin nuestro conocimiento, cuando escribimos”.
Lugares y objetos de silencio
Está en la obra de muchos el silencio de una ciudad, por ejemplo, Brujas en Georges Rodenbach, sus largos canales, sus opresivas casas silenciosas. Rodenbach exaltó el «discurso silencioso» de los objetos perceptibles a su interlocutor, «la habitación es silenciosa y hace malabarismos con sus burbujas», «el candelabro hace añicos su innegable ruido en el silencio cerrado». Son muchos los objetos que hablan en silencio al alma: los retratos antiguos, las joyas; entre los animales también: el gato sabe, por excelencia, cómo habitarlo. Hay comensales invitados del silencio: Camus, De Goncourt, Gracq, Guérin, Mallarmé, Thoreau y otros.
Basándose en Gaston Bachelard cuando habla de «la amplificación de la noche», Corbin señala el vínculo entre la oscuridad y el silencio.
Entre los lugares, el desierto también tiene la preferencia de muchos autores, especialmente en el siglo XIX, como Flaubert durante su viaje a Egipto. El silencio de la naturaleza, por ejemplo, es el de la nieve que desciende lentamente y hace menos ruido que un pétalo de rosa que se desprende, es el del crecimiento de las plantas para David Thoreau, el humo que se eleva sobre el hielo en invierno, es el de Tipasa para Camus. Poder que se encuentra en el corazón de un bosque, para Max Picard, un bosque que es «como una gran reserva lacustre de silencio desde donde el silencio fluye lentamente en el aire; el aire está libre de silencio», o el de Víctor Hugo: «el silencio duerme sobre el terciopelo de los musgos»; John Muir y el silencio de las secuoyas, Robert Walser caminando en un bosque de abetos cuyo silencio compara con el de un alma feliz. Lo más banal se evoca también con el del campo en un paseo solitario: «lugar común de la autoescritura, la novela y la poesía lírica» (cf. las hermanas Brontë, Ann Radcliffe, Dominique de Fromentin, Víctor Hugo y sus Voces interiores).
Necesidad de silencio
La búsqueda del silencio rebasa lo sacro y religioso, vincula la búsqueda meditativa y necesidad de retirarse de un mundo demasiado violento. Corbin propone ejemplos de los siglos XVI y XVII: la silenciosa «oratio interior». En 1555, por ejemplo, los del jesuita Baltasar Álvarez o del dominico Luis de Granada consisten en «crear un cuadro interior silencioso de los rasgos visibles y sensibles de un acto de la vida de Cristo», en una comunión y conversación que exige «un retorno a uno mismo». Ignacio de Loyola fue, con mucho, el más influyente y profundo con sus ideas del ejercicio espiritual y el silencio. Pero hay diferencias entre el silencio profano y el místico. Un mundo de distancia. Juan de la Cruz es ejemplo con su Noche serena: subraya la importancia del silencio para el místico. Teresa de Ávila y su Castillo del alma, impele la búsqueda de Dios, su ideal de soledad fue considerado excesivo por la Reforma.
El silencio es también un idioma
El alma tiene una gran necesidad de ello. El poeta lo sabe, el que abre este espacio para extraer de él oro de las palabras. Alain Corbin no duda en citar a Pierre Emmanuel, «la palabra transformada es silencio», pero también a Quignard para quien «la lengua no es nuestra patria». Salimos del silencio y nos engañaron cuando estábamos gateando. Dios no se esconde, se nos revela cuando callamos: «El Señor nunca nos deja olvidar -escribe Kierkegaard- que tú también hables cuando callas”.
«La lengua -escribe Merleau-Ponty- vive solo en el silencio: todo lo que lanzamos a los demás ha brotado en este gran país silencioso que nunca nos abandona. Pero si es necesario, también requiere aprendizaje. Citando a Maeterlinck, nos recuerda que aquellos «que no tienen silencio, y que matan el silencio a su alrededor, son los únicos seres que realmente pasan desapercibidos». Con frecuencia, en el silencio se gesta la grandeza, así que debemos aprenderlo.
En lugares como la iglesia, la escuela, la universidad, el instituto, el ejército, donde se requiere, la gente trata de imponerlo, lo pide, lo exige. Así, en el siglo XIX se enseñaba desde la escuela primaria. De este aprendizaje del silencio, encontramos también la necesidad de la decencia pública (saber callar, silenciar las manifestaciones orgánicas del cuerpo, etc.).
El arte del silencio ha sido utilizado como referencia desde el silencio de Jesús o de Ignacio de Loyola, para quien es virtud, propugnado por los estoicos, Aristóteles o Séneca, hasta los tiempos modernos, desde el siglo XVI hasta el XVIII, cuando se aconsejó a los cortesanos ser discretos (cf. El arte del silencio del abad Dinouart o El hombre de la corte de Baltasar Gracián). Fénelon en su Telémaco nos recuerda que «el soberano, más que ningún otro, nunca se posee mejor que en el silencio». Alain Corbin no duda en términos de literatura: «muchos autores harían bien en inspirarse en él y no publicar nada».