La Prensa Extranjera
Artículo de Opinión de Blanca Gutiérrez Grageda. Historiadora y académica.
A la oligarquía porfirista mexicana no le bastó con haber sido cómplice del asesinato del primer presidente democráticamente electo en la historia de este país, en 1913, Francisco I. Madero. Tampoco le bastó con haber impuesto, por la vía militar, a un gobierno usurpador, el de Victoriano Huerta.
Cuando la dictadura huertista, en 1914, fue derrotada ante el avance de las fuerzas revolucionarias, muchos de sus miembros optaron por refugiarse en el extranjero para, desde ahí, continuar dando la batalla en contra de la revolución.
En su mayoría, las familias con mayor poder económico y político en México se refugiaron en Estados Unidos y lo hicieron en ciudades como El Paso, San Antonio o Nueva York; otros huyeron a Cuba o España. Lo mismo hicieron centenares de sacerdotes mexicanos, quienes se refugiaron en Estados Unidos, España, Cuba y Centro América. Los obispos, en su mayoría, lo hicieron en San Antonio, otros en Chicago, Nueva Orleans y La Habana.
Los mexicanos en el extranjero pronto comenzaron a organizarse para trabajar en contra de la revolución. Para ello, se integraron Asambleas Pacifistas que buscaron, dijeron, el restablecimiento del “orden constitucional” en México.
Para los mexicanos en el exilio, las partidas revolucionarias sólo representaban “engendros del salvajismo y del crimen”. Para destruirlos, trabajaron en diversos frentes: la prensa, las instancias diplomáticas (principalmente Washington y Roma) y la vía armada.
La labor contrarrevolucionaria por ellos iniciada abarcó tres aspectos fundamentales: uno, presentar a los revolucionarios como unos bandidos, salvajes y asesinos; dos, alertar al mundo en relación con la crisis humanitaria que se vivía en México y, tres, presionar para hacer posible la intervención de fuerzas extranjeras para salvarlo.
La respuesta de los revolucionarios, principalmente de los constitucionalistas, fue exhibir a los miembros en el exilio como lo peor: representantes del oprobio, la corrupción, el robo, la explotación, el saqueo y las riquezas mal habidas.
En un contexto de acusaciones mutuas, un sector de la prensa extranjera jugó un papel fundamental: dio voz a los intereses de los mexicanos en el exilio.
En San Antonio Texas, la jerarquía católica se presentó como víctima del constitucionalismo. A través de ella, argumentó que siempre había sido amante de la paz; que sus miembros no habían sido adversarios de Francisco I. Madero; que no habían participado en los acontecimientos de febrero de 1913; que no habían apoyado, con dinero e influencias, al gobierno de Huerta; y que, si se habían ausentado de México, había sido por temor a los constitucionalistas.
En respuesta, un sector del constitucionalismo se preguntó: «¿a quién pretenden engañar los ministros de la Iglesia?, ¿acaso era tan fácil borrar la historia?» Si bien reconocieron que, en efecto, los miembros del alto clero mexicano habían sido “amantes de la paz”, precisaron: lo fueron, pero “de una paz fundamentada en las tiranías más absolutas”.
En ese marco, las historias relacionadas con el hambre en México proliferaron en la prensa extranjera. Se dibujaron los cuadros más horribles y se declaró que todo el país era “un verdadero Getsemaní de desolación, sufrimiento y muerte”.
Tales noticias buscaron generar la percepción, entre los habitantes de Estados Unidos, de una profunda crisis humanitaria en México y, por ende, indignar, para presionar a ese gobierno a intervenir militarmente y mitigar la tragedia de miles de mexicanos.
De esa manera, las élites mexicanas buscaron recuperar el poder y los privilegios perdidos en México. Por sí solos, lo sabían, no eran capaces de luchar en contra de la revolución.