Jairo nació mal o se hizo malo por algo. Desde pequeño se le notaba una maldad pura que le atizaba la mirada al verle pasar. La gente del pueblo no hacía mucho caso a Jairo, no le prestaban atención porque en un principio el niño no hacía nada malo, solo miraba con odio a la gente, como si el pueblo le debiera algo.
Un día, Tachito vino corriendo desde el otro lado de la vía del tren, se metió al solar de Casiano y le dijo a los señores grandes que Jairo estaba matando perritos recién nacidos con un martillo. Tachito estaba aterrado de lo que había visto. Contó con sus manos la manera horrible y los señores se miraron entre ellos.
—Vete a tu casa, Tachito—sentenció don Baltazar—ya no andes mirando eso. Son muy sus perros y muy su vida. Ya déjale a la justicia de Dios lo que haga ese muchacho—
Tachito se fue corriendo al río a deshilar esas fuertes imágenes de su mente. Se sentó en una piedra a llorar varias muertecillas inesperadas. Ya oscureciendo el día, regresó con mucho miedo a su casa y, al entrar al pueblo, evitó pasar por el corral del malvado Jairo. Cuando Tachito llego a su casa, todos sus familiares ya se habían enterado de aquel grotescos suceso. Los padres de Tachito lo persuadieron de no arrimarse más por ese lado del pueblo.
—¿A dónde llevas esa perra, Jairo?
—La voy a llevar a curar.
—Desamarrala, Jairo, no vez como está chillando. ¡Déjala ir, Jairo, déjala!
—¡La voy a llevar a curar, ya te dije!
La niña que le insistía a Jairo, se retiró prudentemente de las vías porque el tren ya venía bufando en la curva a 150 metros de distancia. Jairo se quedó en medio de las vías mirando a la niña. El tren dejó presionada la calamidad de su estruendosa trompeta al mirar al chico en medio. Imposible frenar. Jairo soltó a la perra en medio de un riel y dió un salto hacia atrás esquivando a la poderosa bestia de metal. La niña soltó un grito como de muerte. El tren desbarató al animal en un segundo y lo llevó arrastrando varios metros hasta hacerlo picadillo sobre la grava filosa de las vías. Fue como un cubetazo de sangre salpicando de un tajo los durmientes.
La niña vomitó del impacto y la impresión, a esa edad no puedes contener fácilmente las emociones.
Jairo reía a través de la cortina de vagones que pasaban frente a él. Primero miraba a la niña convulsionar de la impresión, después miró más gente asistiendola; finalmente, del otro lado del tren, miró a los señores grandes con sus miradas de hielo que le apagaron la risa. Antes de que pasará el último vagón, Jairo se retira de la escena.
La comitiva de señores grandes va caminando por la calle de Cleo. Han pasado cuatro días del incidente de la perra. Van lento pero macizos, se acaban de fumar un puro de seis y bebido un tuxca en la tienda de Filo. La comitiva da vuelta por la principal y sus huaraches sobre el empedrado suenan invencibles. Cruzan la vía, atraviesan el granero de Guello y siguen hasta llegar a Casa Julián.
Parados frente a esa ferretería abandonada, tocan el portón desvencijado donde vive don Javier el viejo, el tutor de Jairo. Nadie sale. Tocan de nuevo y uno de ellos se quita el sombrero para rascarse las canas con su mano áspera. A la tercera vez que tocaron, sale don Javier poniéndole cartuchos a una escopeta. A la comitiva le queda bien claro que aún no se olvida el asunto del sifón de riego y las parcelas en disputa. El viejo Javier coloca la punta del cañón en un hueco carcomido del portón.
—¿A qué vienes, Chalío golletero nango jijoelachingada? Ya te dije que por tres parcelas si te sorrajo un chispetazo en la maceta hijo de tu pinche madre.
—Calma a tu hijo, Javier. Es todo lo que venimos a decirte.
—Ese chingado chiquillo no es mihjo, aquí nomás me lo encargó la madre que ya murió. Nomás porque es hijo de mi Javier en paz descanse, si no lo aviento a la calle a que se lo coman los perros.
—Ya no te vamos a molestar, Javier. Nos anda dando problemas tu nieto o lo que sea de ti.
El anciano corta cartucho.
—Háganle como le hicieron a mi hijo, cobardes, hijos de la chingada, golleteros, cabrones aprovechados…
—…
La comitiva saca cautelosamente sus huaraches y narices de aquella tormenta de odio. La tarde sucede.
…..
—¿Cómo te fue, Cuervito?
—Ahí más o menos, patrón. ¿Me pasa la sal?, ahí me dispense.
—Sirve otro pescado al Cuervo, Etelvina.
Al fondo de la cocina se oye un gemido uraño. El viejo arrima sal y un refresco al alcance del mozo.
El viejo espera una respuesta pero el Cuervo relame el arroz del plato.
—Me lloró al final el muchachito, patrón. Ya cuando le rajé la garganta me lloró. Me puso nervioso. Yo le vi la cara de arrepentimiento cuando le abrí el cuello. Lo sambutí tres veces en el agua del estero pa que se fuera pronto y si, a la tercera ya se había ido. Un mar de sangre el agua. Traía su corazoncito muy asustado. Estaba pescando y lo agarré requete fácil. No me había pasado eso con otros que he matado. Este niño si me puso nervioso. Cuando regresé del mar y llegué con Filo, estaba tiemble y tiemble de las manos. No podía ni agarrar el tuxca. Como que traía algo el niño que me pegó un sentimiento. Pero pues ya quedó, patrón.
—Ta bueno, Cuervito. Mejor de una vez y no esperar el día en que haga lo mismo que hizo el padre. Tu sabes que hacemos el bien.
El viejo Chalío prende un cigarrillo y pone unos billetes sobre la mesa.
—No, patrón. Yo no sé de bienes o males. Eso solo usted lo sabe.
Le dicen Cuervo por moreno, parece africano, aunque lo más negro que tiene es al alma.
El Cuervo agarra los centavos y se guarda el otro pescado frito en una bolsa. Se marcha en su bicicleta por la brecha de las palmeras. La tarde roja sigue sucediendo.