Crónica Urbana
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Cuando escuché tu nombre

Viernes de Cuento por Osvaldo Mendoza

Mi mujer es la única que nota cuando no duermo bien. Esta noche se ha prevenido con el té de tila en el fogón. Nunca me ha dicho si hablo dormido o si me quejo entre sueños. Yo solo despierto más temprano de lo esperado, imaginando esa tenue y relajante luz de la luna que entra entre las palmeras que habitan las huertas. Me relaja pensar en esa luz de luna llena, luz de plata, destello de esperanza; luminiscencia bendita que calma la soledad de la hierba que respira y arroja la neblina en las huertas. Entonces ya no veo fantasmas ni gritos. Vuelvo a soñar con las plataneras, con el té de tila corriendo por mis venas miro entre sueños las hectáreas de limón y los sembradíos cuando el melón chino está tierno. Entonces mi mujer se relaja y descansa junto a mí, porque sabe que esa noche, de menos, no recitaré lo ocurrido, lo visto y lo vivido. Ya no son aquellos días de pesadillas para todos, días que preferiría olvidadar.
Hay entre mis días de ayer una época gris, que me habla de los años que trabajé en Callejones, un lugar oxidado, más allá del Cerro de Ortega, en los rincones costeros de Colima. Había llegado oriundo de muy lejos, huyendo de la pobreza que devora el Sur de México. Había llegado limpio de mis actos, con mi familia recién hecha y la esperanzas de labrarme en estos campos incandescentes una vida tranquila. Así pues, llegó el día en que estas manos ásperas se convirtieron en las de mayordomo de una gran platanera que, por decir algo de ella, vendría siendo un rincón extremadamente caluroso, una caldera hirviendo, arrejolada al pie de un cerro que dicen los locales se llama: Rotura del Infiernillo. Que perfecto nombre para describir los azotes del sol duro de las dos de la tarde, el zancudero salido como nubes desde los negruzcos surcos lodosos que son propios en la siembra del plátano, Como olvidar nuestra más fiel compañía: malcoas, vinagrillos, alacranes, tarántulas que arrojan sus vellos en la piel, furtivas víboras de cascabel y lagartos venenosos salidos de cuevas ponzoñosas, que aquí los de Colima les dicen escorpiones a dichos reptiles abominables. Y al final de la huerta un dren largo que dividía la fauna del cerro, donde llegamos a escuchar onzas y otros felinos desconocidos para mí.
De todo lo anterior no tuve nunca miedo, porque de siempre hemos sabido que son criaturas que caen bajo el dilo de los machetes o el aliento de las escopetas. Aquí dormíamos en las hamacas, rezando a Dios por no toparnos con los alacranes que caían del techo roto de nuestra desvencijada galera o casco del rancho, ese único refugio donde guarecíamos la herramienta, las cocinas y era lugar de hacer y proveernos de los sagrados alimentos.
Ya nada da miedo después de terminar tu jornada de labor, después de acabar muerto de sueño y cansado hasta del alma, como lo manda nuestro señor Dios. Nada da miedo en las huertas solitarias, cuando se tiene por cobija un filoso machete. Ningún rugido de tigrillo u onza preocupa tanto cuando están terciadas las fuscas en los pilares del rancho. “Que me agarre confesado un alacrán tuyo, o una culebra o una fiera, y si así me viera yo en esa circunstancia, te ruego por tu perdón y misericordia, señor. Amén” Todo eso rezaban los mozos de aquella temporada, la temporada cuando todo comenzó.
La primera vez de los gritos fue una noche de luna llena. Esa que marca mis sueños todavía. Serían las tres de la mañana cuando nos levantamos de golpe.
—¿Si lo oye, Ramiro?
—¡Shhhhh!
—Han de ser los choferes del doble rodado, los que vinieron a traer el plástico ayer.
—¿Se habrán quedado atorados por ahí, Ramiro?
— ¡Ramiro!
—No lo sé.
Entonces sobrevinieron otros gritos del fondo. Esos eran ya lamentos de gentes, se oían clarito al fondo de la huerta, como si estuvieran atorados al fondo de las zanjas lodosas.
Vamos a buscarles y ver qué está pasando, les dije a los de mi cuadrilla. Entonces todos a las armas, entonces todos ellos a meternos descalzos entre las marañas del cultivo hasta llegar al fondo de las parcelas. Y ahí junto al dren, entraba la luz de la luna, apagamos las linternas porque se veía todo clarito, como si ella nos guiara. Pero ahí no vimos nada. Miramos al cerro con las linternas, pero estaba todo escueto; tan solo, que ni los animales del cerro se sospechaban por entre las matas y el montagal. Nos regresamos sorprendidos, en silencio, sin qué decir porque nunca habíamos presenciado algo así. Y así comenzaron esos días de ver cosas raras, de vivir los espantos de Rotura del Infiernillo.
Aquella noche que alguien habló en la cocina, comencé a creer en estas cosas del miedo.
“Aquí estoy, Ramiro, háblenle a mi mamá Justina.”
Eso dijo quien habló en la cocina esa noche. Esa noche cuando salimos corriendo todos de ahí, pasándole por encima a los que se iban despertando, a los que durmieron sobre los corredores esa noche por el calor que hacía. Y esa semana no dormimos por los sollozos que se oían ahí también, tan claros que me tiemblan las manos cuando lo cuento, tan tristes que me dan ganas de llorar a mí también, otra vez más.

—Dame la tranquilidad que necesita mi gente y tu servidor, señor padre todo poderoso, que sabes que venimos de lejos a vivir honradamente, que venimos viajando en familia, huyendo de allá donde no hay pan para nuestros hijos. Danos calma a todos nosotros, que sabes no deseamos el mal y nos cuidamos entre todos para hacer tu voluntad. Déjanos trabajar aquí, terminar nuestros deberes y descansar por las noches. Llévate a estas almas al eterno descanso o a donde deban de estar. Por tu misericordia infinita, te lo pedimos.
—Te lo pedimos señor.
—Todos, amén.
—¡Amén!
Y es aquí donde tengo que contar que ni con esos rezos ni esas veladoras, se calmaron las cosas que venían pasando; porque recuerdo que, a los dos días de acabar las plegarias, pasó lo de Andrés.
Andrés el regador, que cerraba los filtros y las bombas por la noche, muy consciente de lo que ya pasaba. Caminaba a las dos de la mañana hacia el extremo izquierdo del rancho, donde se siente más la soledad. Ahí esperaba a configurar todo para dejar los pertrechos y maquinarias como se debía.
Y pasó ese día martes por la madrugada y se hicieron las 3 y luego las 4, pero Andrés no regresaba. Entonces fuimos a buscarle, otra vez con la luna llena. Y lo hallamos desmayado al fondo del dren, al fondo de los terrenos, en un lugar donde no debía estar. Y lo cargamos hasta el rancho, le echamos agua para lavar su cuerpo, quitarle el lodo de sus narices y buscarle alguna herida. Le pusimos alcohol en el cuerpo, pero Andrés despertó a las nueve de la mañana, asustado que dizque había visto espantos bajando del cerro y que desaparecían en el dren. Espantos que iban llorando, que iban haciendo lamentos como de tristezas y arrepentimientos.

Tenía 23 años y mi familia recién hecha, nunca me imaginé darle un espacio en mi vida a estos espantos que iban orando por la madrugada sus lamentaciones. Escuché sus llantos, oí sus nombres entre sueños de lunas llenas. Hasta los palmares se apagaban de esa tristeza, recuerdo. Entonces no podía entender yo este mundo que veníamos viviendo.
Y a los ocho días de Andrés, estábamos en la labor del cultivo cuando vimos pasar por en medio de las huertas a gentes del gobierno. Nos vieron todos enlodados, con las ropas de la faena hechas una mugre, pero no nos dijeron nada. Llevaban camiones llenos de soldados, muchas armas y una peregrinación de otras gentes vestidas de blanco que se dirigieron hasta el fondo de la huerta. Y ahí duraron días que nos preguntaban muchas cosas.
Yo también fui uno de los que fueron a mirar al dren, como todas esas mañanas, a mirar que el gobierno sacaba cuerpos del lodo. Cuerpos desechos dentro de bolsas negras, otros más vestidos con chalecos para los balazos, con sus caras desbaratadas, con su tristeza en sus caras llenas de tierra. Ahí nos quedábamos a mirar, mientras los del gobierno no nos decían nada por ver en nuestras caras la curiosidad, por ver que le estábamos rezando en nuestro dialecto a cada calaquita blanca que sacaban de aquel lodazal.

Dedicado a todos los campesinos de Colima.
Osvaldo Mendoza ✍🌹

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